“El azogue” de China Mieville
Este año, he decidido prolongar
la cita veraniega con China Mieville, con esta novela corta, apenas cien
páginas, que tenía desde hace tiempo entre mis libros pendientes (más que una
pila, forman) una torre de babel, que conseguí gracias a la intermediación de
la librería “Estudio en escarlata”.
Los imagos, los seres que viven
al otro lado de los espejos, o de cualquier superficie reflectante, obligados
por una maldición ancestral a adoptar la forma y reproducir los movimientos de
lo que quiera que se muestre ante ellos, han conseguido escapar de su forzosa
esclavitud, llegar a nuestro mundo a través de espejos hechos trizas y han
desencadenado el caos, acabando con nuestra civilización.
Inquietante, ese adjetivo es el
que mejor casa con esta novelita y supongo que lo repetiré muchas veces a lo
largo de la reseña. El autor toma prestada la idea directamente de Borges (“El
libro de los seres imaginarios”). Al final del volumen aparece reproducida la
página exacta, lo que demuestra la honradez de Mieville y su valor suicida:
ante la transparencia y exactitud de las líneas de Borges, su prosa se antoja
retorcida y rebuscada.
La trama se cementa en dos líneas
paralelas: por un lado tenemos a Sholl, un sobreviviente de la guerra que
después de estudiar a los imagos durante mucho tiempo ha forjado un plan y, en
el otro, aparentemente, uno de los imagos que se hicieron pasar por humanos,
trabajando durante años como quintacolumnistas, también llamados vampiros. A
través de este último conoceremos toda la historia de los imagos, incluyendo su
influencia sobre la historia humana. Las dos líneas culminan en sendas
sorpresas. La del vampiro me ha parecido demasiado rebuscada, o, al menos, no
lo suficientemente justificada, en sus últimos capítulos rompe de un modo
excesivamente brusco con lo que sabíamos del personaje. La de Sholl es, a
partes iguales, decepcionante, inesperada y, quizá, inevitable. Además de
inquietante, claro. Mieville no hace concesiones a los convencionalismos, ni a
los finales felices, ni cierra la historia.
Como casi siempre en el autor, la
ambientación es excepcional y está llena de hallazgos que demuestran una
imaginación fuera de serie, que pueden resultar difíciles de imaginar al
lector. La historia transcurre en un Londres en el que la luz ya no se refleja
ni en los charcos, ni en el Támesis, ni en los cristales de las ventanas,
efecto difícil de concebir. Las bandadas de “manos”, los rebaños de “labios”
son imágenes inolvidables. La excursión de Sholl por el metro es escalofriante.
La traducción ha sido muy
criticada en las reseñas que he podido encontrar en la red. Soy de la opinión
de que ni tanto ni tan poco. Mieville es un autor muy difícil de traducir y hay
que tener en cuenta que no es una traducción pensada para un lector de España.
A éste, el uso de pronombre “ustedes” que hace el supuesto vampiro para
referirse a los humanos, le puede resultar extraño, junto con algún otro
localismo, pero son de poca importancia. No así el término “pachogo” para
referirse a los infiltrados imagos o vampiros, que más que sorprendente. Ignoro
que escribiría Mieville en ingles, pero este término me resulta incomprensible,
ridículo ¿no se les ocurrió ninguna otra palabra? Aparte, hay algunas frases que
no se entienden bien y no parecen sintácticamente correctas, pero eso es típico
de Mieville.
Con todo, si fuera de los que
ponen puntuaciones numéricas, tendría que darle un número muy alto. Es un
relato fascinante y muy, muy inquietante.
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