“La radio de Darwin” de Greg Bear






Esta novela parte de 3 tramas que no tardan en confluir. Por un lado tenemos a Mitch Rafelson, un antropólogo caído en desgracia ante la opinión pública que encuentra en los Alpes los cadáveres de una familia neandertal, la bióloga Kaye Lang que es requerida por las naciones unidas para inspeccionar una fosa común recién descubierta en Georgia y Cristopher Dicken, un epidemiólogo que investiga una nueva enfermedad, conocida como “gripe de Herodes” que provoca una serie de abortos. Como es de esperar las tres tramas acaban confluyendo en lo que en un primer momento parece una de esas típicas historias de epidemias catastróficas.

Hace ya mucho tiempo encontré un artículo de Eduardo Gallego en el que discutía los aspectos científicos de la novela. En su momento no me enteré de mucho, porque me faltaba el contexto. Tenía la intención de releerlo para hacer esta reseña, pero no he podido hacerlo, aunque los enlaces se pueden encontrar, ya no conducen a ningún sitio. En su lugar, encontré uno de Sergio Mars, que se centra menos en los detalles concretos y ofrece una valoración claramente negativa.

Aviso de spoilers: la novela trata el tema de la evolución. Últimamente, me he vuelto muy susceptible con el tema de la evolución. Por decirlo suavemente, creo que ya va siendo hora de dejarse de chorradas y aceptar la cruda realidad y la ciencia ficción tiene buena parte de culpa de que a tantos les cueste aceptarla. Vamos, es que cada vez que se trata el tema, se ofrecen las ideas más peregrinas e improbables y en vez de quejarnos, alabamos la imaginación del autor.

La tesis de la novela es algo así como que, mediante retro virus, se almacenan en el ADN las mutaciones que darán lugar al nacimiento de una nueva especie en una sola generación. Aunque se mencionan mucho las redes neuronales y se habla continuamente de redes, en ningún momento queda claro quién decide y como se deciden cuales son esas mutaciones y porque hay que aplicarlas justamente en ese momento. Bear parece ser consciente de ello, y los personajes no paran de repetir estas preguntas, a las que Kaye Lang nunca responde satisfactoriamente. Tal vez no sea casual que el momento en que más se discute esta tesis sea en una especie de brain storming regada con abundantes dosis de alcohol.

En fin, aparte de este cabreo, yo no soy ningún experto en el tema. Realmente no hay nada de malo en que se debata sobre la evolución. Deberíamos poder debatir sobre cualquier tema y se dice que la propia teoría de la evolución tiene algunos puntos flacos que todavía no se han solventado satisfactoriamente y que enunció el propio Darwin. Eso dicen, al menos, los que se oponen a ella sin ningún motivo racional, aunque no son capaces de especificar cuales son.

Dejemos de lado este debate y centrémonos en la novela. ¿Qué tal está? ¿Entretiene? Pues mitad y mitad. Sigue los códigos y convenciones de los betsellers, inicialmente con cierto talento. Kaye Lang es un personaje interesante, sobre todo por su relación con un marido maníaco depresivo, si no confundo los diagnósticos psicológicos. Mitch Rafelson es carne de betseller, un conjunto de tópicos y lugares comunes, pero bien llevados y Dicken no tiene demasiado interés. Inicialmente, mientras te presenta a los personajes y narra como se organiza la lucha contra la pandemia, engancha completamente. Durante esta parte, además, aprovecha para asestar algunos puñetazos, muy bien dirigidos, contra la industria farmacéutica, la comercialización de la ciencia y la burocracia.

Pero estas virtudes no tardan en echarse a perder. En primer lugar, la trama se transforma, moviéndose del tópico de la investigación forense al tópico del profeta a su pesar, único depositario de la verdad, que tiene que convencer al mundo descreído de su revelación y enfrentarse a los poderes fácticos y a las creencias dogmáticas. No deja de ser otro lugar común, pero es menos entretenido. Aún así, no molesta tanto como podría, porque pronto entra en escena el verdadero gran problema de la novela: la historia de amor.

Aunque hay algo de amor a primera vista, esta no empieza mal, diría que incluso es ligeramente creíble, hasta que los protagonistas echan el primer polvo. Entonces se va directamente al garete y con ella todo el interés de la novela. De pronto, los diálogos se convierten en un intercambio de cursiladas inaguantable, que avergonzaría a las lectoras de novelas rosas. En ese momento, los actos de los personajes abandonan cualquier pretensión de credibilidad. Sinceramente, ni siquiera un prototipo de psicópata urbano como yo es capaz de creerse que alguien se comporte así. Se quejaba Sergio Mars de que Bear es incapaz de comprender como piensan los científicos, pero es que, a tenor de lo leído, es incapaz de comprender como piensa una persona normal.

En medio de una situación tan terrible como la que se nos está describiendo, no es creíble que dos personas que apenas se conocen desde hace un par de meses, sabiendo que conllevará el ostracismo social, la inevitabilidad de un aborto previo y que, hasta ese momento, ningún otro embarazo de infectados ha llegado a buen término, decidan tener un hijo voluntariamente, de un modo tan alegre e irresponsable, sin más que medio minuto de dudas. Él, porque ella no tiene ninguna y lo propone con una frialdad tan despiadada que me habría echo salir corriendo y telefonear a un psiquiátrico.

Ese es el momento en que Bear me pierde totalmente. Por motivos obvios, necesitaba que sus personajes tuvieran un hijo, así que los fuerza a emparejarse y procrear. Lo hacen porque la trama lo exige, no porque sea la consecuencia natural de lo que nos ha mostrado de sus personalidades, porque no lo es, justamente es lo contrario. Para mayor mal, este giro de la trama que tiene indiscutibles posibilidades dramáticas, es totalmente desperdiciado. Cualquiera que haya vivido las angustias de ser padre primerizo de un bebe sano y normal, se sorprenderá de lo poco interesante que es leer el desarrollo de la gestación de un niño de una nueva especie. Solo en la descripción del parto en sí, hay algo de emotividad y algún asomo de la autenticidad de la que carece completamente la novela.

El remate es cuanto te das cuenta de que todavía te quedan cien páginas de libro y no sabes en que las va a emplear el autor. La puntilla es que no las emplea en absolutamente nada. Hay un momento en que el, digamos, villano de la historia, se entera de que los protagonistas han sido padres y parece que va a poner en marcha un pérfido plan. Te dices ¿cómo es posible que lo vaya a hacer ahora? ¡Si solo quedan 30 páginas! No te preocupes, no lo hace. ¿Lo hará en la continuación? No puedo asegurarlo, el salto temporal al epílogo parece indicar lo contrario. Bear incluso desaprovecha oportunidades dramáticas evidentes, como hacer un paralelismo entre la pareja de neandertales y la de protagonistas, al no hacer coincidir el clímax de los sueños de Mitch (que por lo demás no pintan nada en la historia) con la persecución a la que los somete el gobierno, pero lo peor es que lo hace para sustituir estas interesantes posibilidades por … nada en absoluto.

En fin, podría seguir desgañitándome por otros disparates de la trama antifaces y cromatóforos incluidos, pero no tiene sentido. Es evidente que es una novela demasiado larga y está dando lugar a una reseña ya demasiado larga. Bear es un escritor interesante y pensaba leerme “Los niños de Darwin” relativamente pronto, para no olvidarme de lo leído, pero visto lo visto, tal vez deba replanteármelo.











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